Creatividad en la era de la máquina: repensar el arte, la originalidad y lo humano

Picasso, la máscara africana y Les Demoiselles d'Avignon. AI art

Introducción: la nueva ansiedad del arte

La reciente proliferación de imágenes generadas por inteligencia artificial ha provocado tanto fascinación como inquietud. Para algunos, estas imágenes representan nuevas y deslumbrantes fronteras de expresión creativa; para otros, señalan una pérdida: el fin de algo humano, auténtico o irreductiblemente imaginativo. Esta tensión no es nueva. En el siglo XIX, la invención de la fotografía provocó una inquietud similar. Los retratistas temían volverse obsoletos. Irónicamente, algunos de los que inicialmente resistieron la mediación tecnológica terminaron convirtiéndose en sus pioneros. Artistas audaces como Edgar Degas y Édouard Baldus acabaron incorporando la cámara a su práctica.

Lo que sugieren estos ecos históricos es que el debate central no reside en las herramientas en sí, sino en cómo definimos la autoría, la invención y la legitimidad artística. ¿Son las máquinas capaces de agencia creativa? ¿Sigue siendo arte si ha sido creado mediante algoritmos? Este ensayo no propone ni una defensa ni una condena de las imágenes generadas por máquinas, sino más bien una interrogación de las categorías mismas —como imaginación, origen y elección— que sustentan nuestros juicios estéticos.

Mitos románticos: el ser humano como creador

En el centro de la resistencia al uso de la IA en las artes hay una concepción romántica profundamente arraigada de la creatividad. Según este ideal, el artista es un genio solitario—un alma expresiva que da forma a visiones interiores a través de actos deliberados de voluntad. El arte, en esta visión, no consiste simplemente en producir imágenes o formas, sino en exteriorizar una subjetividad única.

Esta visión privilegia la espontaneidad, la inspiración y, especialmente, la originalidad. Como se suele argumentar: las máquinas pueden simular, replicar o remezclar, pero no pueden imaginar. Es decir, sin libre albedrío ni intuición emocional, la máquina no puede cumplir con el ideal romántico del artista como originador autónomo.

Esta creencia no es nueva. El temor a que la reproducción desvalorice la invención ha perseguido a la estética occidental desde la época de Platón, quien degradó el arte al estatus de copia de una copia. Hoy, la máquina hereda esta antigua sospecha—no como colaboradora, sino como amenaza a la autenticidad artística.

La máquina como espejo: herramientas, medios y colaboración

Y sin embargo, todo arte está mediado. El cincel, el pincel, el lente—todos son extensiones de la mano y el ojo. La ansiedad en torno al arte generado por IA ignora hasta qué punto la producción artística siempre ha dependido de herramientas y, con frecuencia, de asistentes. Cuando Matisse estaba postrado en cama, daba instrucciones a sus ayudantes para ejecutar sus famosos recortes de papel, como The Snail (El caracol). Los maestros renacentistas empleaban talleres enteros para completar encargos. Andy Warhol convirtió la delegación en un método, declarando: “Creo que alguien debería poder hacer todas mis pinturas por mí”.

¿Qué sucede cuando el asistente ya no es humano sino algorítmico? ¿Invalida el silicio el gesto? Si el artista redacta la consigna, selecciona el resultado y contextualiza la obra, ¿no podemos considerar el proceso como colaborativo? El malestar puede no provenir tanto de la máquina en sí como de un límite cambiante entre herramienta y autor.

La máquina, entonces, no es un rival sino un espejo—que revela la naturaleza ya fragmentada de la autoría. Tan pronto como abandonamos la fantasía del genio aislado, comenzamos a ver la creatividad como algo distribuido, mediado y, a menudo, colectivo.

Deconstruir la originalidad: todo arte es iteración

En el centro del debate sobre el arte generado por IA está la noción de originalidad, invocada a menudo como criterio de legitimidad. Pero la idea de un origen puro—algo no tocado por la influencia—es en sí una ilusión filosófica. “Nada hay nuevo bajo el sol”, dice Eclesiastés, y el pensamiento moderno ha hecho eco de este sentimiento de maneras más sutiles.

Jacques Derrida, en De la gramatología, desmontó la metafísica de la presencia al argumentar que todo signo lleva la huella de otro. No hay un origen no mediado, sino una interminable différance—un juego de diferencias sin centro estable. La “novedad” artística, entonces, tiene menos que ver con la creación ex nihilo y más con la recombinación, la cita y el reencuadre.

Incluso los titanes del modernismo estaban empapados de apropiación. El estilo “original” de Picasso estaba profundamente influenciado por la escultura africana. Shakespeare adaptó tramas de fuentes anteriores. Borges llegó a decir que cada escritor crea a sus propios precursores, alterando retrospectivamente el canon a través de su obra.

¿Por qué, entonces, señalamos a las máquinas como inherentemente imitativas? Si todos los artistas beben de un reservorio cultural, la distinción entre invención y reproducción se vuelve borrosa. Lo que importa puede no ser quién o qué creó una obra, sino cómo entra en el mundo y transforma nuestra percepción.

Conclusión: más allá del binomio humano/máquina

La aparición del arte con IA nos obliga a confrontar supuestos fundamentales sobre el valor estético. Si insistimos en definir el arte como producto exclusivo de la imaginación humana, corremos el riesgo de fijar una visión nostálgica y excluyente de la cultura. Si, por el contrario, reducimos el arte a un modelo estadístico de reconocimiento de patrones, perdemos de vista la profundidad simbólica y el significado contextual que hacen que las obras resuenen.

Tal vez un enfoque más fructífero consista en repensar la creatividad no como un acto singular de genio, sino como una constelación de elecciones, influencias y mediaciones, tanto orgánicas como artificiales. Como escribió Mary Shelley: “La invención, hay que admitirlo humildemente, no consiste en crear de la nada, sino del caos”.

Puede que el arte ya no pertenezca exclusivamente al ser humano. Pero nunca lo hizo en aislamiento. La imagen, como el pensamiento que transmite, no nace de la pureza, sino del entrelazamiento. La pregunta, entonces, no es si las máquinas pueden crear arte, sino: ¿qué se convierte en arte cuando dejamos de preguntar quién lo hizo y empezamos a preguntarnos cómo nos afecta?

Referencias

  • Derrida, Jacques. De la gramatología. Trad. Cristina de Peretti. Madrid: Ediciones Cátedra, 2000.
  • Benjamin, Walter. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Editorial Itaca, México, 2013).
  • Barthes, Roland. La muerte del autor. En El susurro del lenguaje. Trad. Julio Seoane Pinilla. Madrid: Paidós, 1987.
  • Shelley, Mary. Frankenstein o el moderno Prometeo. Trad. Francisco Torres Oliver. Madrid: Valdemar, 2003.
  • Eclesiastés 1:9, La Biblia (Reina-Valera).

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