El suplemento demoníaco: Sócrates y la tensión entre razón e instinto
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La figura de Sócrates ha sido tradicionalmente celebrada como el origen del pensamiento racional occidental. Platón lo convierte en el héroe del logos, del diálogo y del conocimiento moral fundado en la conciencia. Nietzsche, sin embargo, ofrece una lectura alternativa y profundamente crítica: para él, Sócrates representa la ruptura del equilibrio entre razón e instinto, entre Apolo y Dioniso, que caracterizaba el espíritu de la tragedia griega. En sus escritos preparatorios para El nacimiento de la tragedia, Nietzsche revela una escisión interna en Sócrates: por un lado, la exaltación de la razón como única guía de vida; por el otro, la irrupción de impulsos inconscientes, voces y sueños que desmienten esa supuesta claridad racional.
Este artículo explora esa tensión en dos momentos: primero, exponiendo la dimensión racionalista de Sócrates según Nietzsche; y segundo, mostrando cómo, en momentos clave, el propio Sócrates se ve guiado por fuerzas no racionales que, lejos de ser meramente suplementarias, resultan fundamentales. Esta lectura se amplía con dos marcos conceptuales contemporáneos: la teoría de la sombra de Carl Jung y el concepto derridiano del suplemento.
La racionalidad socrática como forma de vida
Para Nietzsche, Sócrates no es simplemente un filósofo entre otros, sino el símbolo de una nueva época: la del racionalismo triunfante. Su proyecto vital consiste en hacer de la razón el único criterio de verdad, de moralidad y de belleza. Así lo resume Nietzsche en una fórmula que vincula a Sócrates con Eurípides:
“«Todo tiene que ser consciente para ser bello», es la tesis euripidea paralela de la socrática «todo tiene que ser consciente para ser bueno»” (Nietzsche, 1972, p. 202).
Esta exigencia de conciencia racional contrasta con la forma de sabiduría implícita en la tragedia antigua, que brota del instinto, del mito y de la emoción. Sócrates, por el contrario, intenta fundamentar todo conocimiento en el discurso y la argumentación lógica. La sabiduría se convierte en saber:
“«La sabiduría consiste en el saber», y «no se sabe nada que no se pueda expresar y de lo que no se pueda convencer a otro»” (Nietzsche, 1972, p. 204).
Este principio guía lo que Nietzsche llama “aquella extraña actividad misionera de Sócrates”, que consiste en desacreditar a poetas, artistas y políticos por no poder justificar racionalmente su saber. Lo decisivo para él no es tener intuición o talento, sino poder explicarlo, definirlo, argumentarlo. El instinto queda subordinado al entendimiento. “«Únicamente por instinto», ése es el lema del socratismo” (p. 203), escribe Nietzsche, ironizando sobre la lógica que guía a Sócrates.
En este sentido, Sócrates inaugura una nueva figura cultural: el hombre que cree que la vida puede y debe ser dirigida por la razón. Para Nietzsche, Sócrates es el precursor de la ciencia como proyecto totalizante y el “aniquilador del drama musical” (p. 209), es decir, de la tragedia como forma de arte que expresa lo inefable y lo contradictorio de la existencia.
Las fisuras del racionalismo: la voz demoníaca y el sueño musical
Sin embargo, Nietzsche revela una paradoja: en momentos decisivos de su vida, Sócrates actúa no según la razón, sino según impulsos oscuros, voces interiores y sueños. En primer lugar, está su relación con el daimonion, una voz que lo guía silenciosamente y que aparece precisamente cuando su entendimiento duda. Escribe Nietzsche:
“En situaciones especiales en que su entendimiento dudaba, Sócrates encontraba un firme sostén gracias a una voz demónica que milagrosamente se dejaba oír. [...] la sabiduría instintiva eleva su voz para enfrentarse acá y allá a lo consciente” (1972, p. 206). [1]
Esta voz no razona ni explica, pero tiene autoridad absoluta. Sócrates la obedece sin cuestionarla. Es la irrupción del instinto dentro de la vida del hombre racional. No puede justificarse dentro del sistema socrático, pero es lo que decide en última instancia. De forma análoga, aparece el motivo del sueño musical: una figura onírica le repite constantemente que debe cultivar la música. Sólo al final de su vida, en prisión, Sócrates accede:
“Muy frecuentemente [...] tenía uno y el mismo sueño, que le decía siempre lo mismo: «¡Sócrates, cultiva la música!» [...] Finalmente, en la cárcel, [...] decídese a cultivar también aquella música ‘vulgar’” (p. 207). [2]
Sócrates había racionalizado este sueño, creyendo que su filosofía era ya una forma superior de música. Pero el impulso insiste, y su obediencia tardía sugiere un intento de reconciliación con aquello que excluyó toda su vida: el arte como expresión instintiva.
Lo decisivo aquí no es que Sócrates ceda ocasionalmente a lo irracional, sino que en los momentos cruciales —cuando la razón ya no basta— son las voces interiores y los sueños los que orientan su acción. Esto revela una escisión interna: el hombre de la razón necesita del instinto para vivir.
Apolo y Dioniso: lo que retorna desde lo excluido
Nietzsche observa que en Sócrates “se materializó [...] aquella claridad apolínea, sin mezcla de nada extraño: él aparece cual un rayo de luz puro” (1972, p. 209). Pero esa pureza es ilusoria. La voz demoníaca y el sueño musical muestran que en su interior actúa una fuerza dionisíaca reprimida, una sabiduría no racional que exige ser reconocida. Sócrates encarna una figura escindida: es el símbolo de la razón absoluta, pero está habitado por aquello que intenta negar.
Este desequilibrio entre Apolo y Dioniso señala el final de la tragedia como forma cultural, pero también plantea una cuestión más profunda: ¿puede la razón prescindir totalmente del instinto? ¿O no será que lo que parece exterior, marginal o suplementario es, en realidad, lo estructurante?
Lo suplementario como lo estructurante: Derrida y Jung
Aquí puede establecerse una analogía con el pensamiento de Jacques Derrida. En De la gramatología, Derrida (1967) argumenta que el “suplemento” —por ejemplo, la escritura frente a la voz— no es algo añadido a una presencia plena, sino que muestra que esa plenitud nunca existió. Lo que parecía secundario resulta ser condición de posibilidad.
Así, la voz interior y el sueño en Sócrates son su “escritura interna”: irracionales, inexpresables, pero fundamentales. Lo que Sócrates desprecia (arte, instinto, música) es lo que sostiene su estructura racional en los momentos límite. Como resume Derrida: “el suplemento suplanta” (1967, p. 206).
Desde la psicología analítica de Carl Gustav Jung (1958), podríamos decir que Sócrates está confrontado con su sombra: los aspectos reprimidos de su personalidad que el yo consciente no quiere integrar, pero que emergen para completar la psique. El daimonion y el sueño musical son llamados de esa sombra que exige ser reconocida.
Conclusión
Sócrates, tal como lo interpreta Nietzsche, no es una figura unificada sino profundamente escindida. Proclama el triunfo de la razón, pero obedece voces que no puede justificar. Promueve el logos, pero sueña con música. Inaugura la ciencia, pero niega el arte. Esta escisión no lo debilita; lo constituye. Y en esa contradicción —como en toda figura trágica— se revela una verdad más honda: la racionalidad humana no puede deshacerse de sus raíces dionisíacas, inconscientes, artísticas. Como el suplemento derridiano o la sombra junguiana, aquello que parecía marginal en Sócrates es, en realidad, lo que lo sostiene. Lo que lo persigue y lo forma.
Notas:
[1] “Una voz divina o señal comenzó desde mi niñez a manifestarse en mí... me aparta siempre de lo que voy a hacer, pero nunca me incita.” (Platón, Apología, 31d).
[2] “Muy a menudo, en sueños, el mismo dios me decía siempre lo mismo: ‘¡Sócrates, cultiva y ejercita la música!’” (Platón, Fedón, 60e).
Bibliografía
Derrida, J. (1967). De la gramatología. Trad. R. Alonso. México: Siglo XXI Editores.
Jung, C. G. (1958). La estructura de la psique. En Obras completas (Vol. 8). Madrid: Trotta.
Nietzsche, F. (1972). El nacimiento de la tragedia y escritos preparatorios. Ed. y trad. A. Sánchez Pascual. Madrid: Alianza Editorial.
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