¿Declive o transformación? Sócrates, Eurípides y la agonía de la tragedia según Nietzsche

Dioniso vs. Sócrates y Eurípides. AI art

 "En la Antigüedad griega se tenía un sentimiento de la unidad de ambos nombres, Sócrates y Eurípides. En Atenas estaba muy difundida la opinión de que Sócrates le ayudaba a Eurípides a escribir sus obras"

F. Nietzsche,  Escritos preparatorios para El nacimiento de la tragedia: Sócrates y la tragedia

Introducción

La desaparición de la gran tragedia griega no es simplemente un hecho estético, sino un síntoma de una mutación más profunda en la cultura occidental. En El nacimiento de la tragedia, Nietzsche ofrece una genealogía filosófica del arte trágico que va mucho más allá de lo literario: señala el paso del mito al discurso, de la música al razonamiento, de la intuición dionisíaca a la lógica socrática. Este tránsito, según él, marca el inicio de una decadencia.

Aunque el nombre de Eurípides suele asociarse con la fase final de la tragedia clásica, Nietzsche desplaza el foco y propone que el verdadero agente del declive no fue únicamente el dramaturgo, sino el espíritu que lo animaba: Sócrates. El artículo explora esta lectura crítica, comenzando por las características del drama arcaico, para luego mostrar cómo la racionalización introducida por Eurípides, lejos de ser una mejora, fue una traición a la esencia misma de lo trágico.

Tragedia arcaica: la danza de Apolo y Dioniso

La tragedia de Esquilo y Sófocles no puede entenderse fuera del entrelazamiento simbólico entre los dioses Apolo y Dioniso. En ella, forma y desmesura, claridad y embriaguez, se conjugan sin eliminarse mutuamente. El mito, el canto coral y el éxtasis musical no son accesorios: constituyen el alma del espectáculo. La verdad no se presenta como doctrina, sino como visión abismal. La obra no busca moralizar, sino enfrentar al espectador con los límites de su razón, empujándolo hacia una experiencia estética radical.

Según Nietzsche, la tragedia no nace del diálogo ni de la acción, sino de la melodía: “la tragedia nace del espíritu de la música”¹. Esto implica que su lenguaje no es el concepto, sino el ritmo, el pathos, la atmósfera. La escena trágica no explica el mundo; lo hace temblar.

Eurípides y la fantasmografía socrática

Frente a esta forma arcaica, Eurípides irrumpe con un nuevo programa estético. Se considera reformador: denuncia la supuesta irracionalidad de sus antecesores, introduce personajes más "realistas" y plantea tramas que apelan al juicio del espectador. Su teatro busca ser comprendido, no solo sentido.

Uno de sus cambios más notorios es la inserción de prólogos explicativos. En ellos, los personajes exponen desde el comienzo el marco lógico de la obra, anticipando el desarrollo dramático. De igual modo, emplea el recurso del deus ex machina como cierre funcional, garantizando una resolución externa a los conflictos. Estas transformaciones responden a un principio nuevo: la necesidad de que todo tenga sentido, de que nada quede en el misterio.

Nietzsche lo retrata como un poeta influido por lo que él llama una fantasmografía socrática, una proyección ilusoria de carencias donde solo había misterio: “Eurípides se sentía como el poeta del pueblo. [...] Su estética era, en efecto, una estética del oyente, no del creador”². El arte se ve así sometido a la lógica del público, que desea entender, juzgar y justificar lo que ve. El dramaturgo deja de ser médium de fuerzas irracionales y se convierte en pedagogo del logos.

Sócrates: el daimon lógico como principio corrosivo

Nietzsche no culpa a Eurípides por sí solo. El verdadero agente del cambio es Sócrates, figura inaugural del nuevo espíritu griego. En él se encarna el dominio de la razón como instancia suprema. La belleza, el mito, incluso la vida, deben someterse al escrutinio de la lógica. “Sócrates fue el primer griego que avergonzó la existencia mediante la razón”³.

Su influencia no reside solo en su filosofía, sino en su forma de vivir. Rechaza el arte que no puede explicar y valora únicamente lo que puede definirse, clasificarse, argumentarse. Este modelo de pensamiento invade la creación poética y la reconfigura: el teatro ya no es una epifanía estética, sino un instrumento moral o intelectual.

Nietzsche ve en Sócrates el síntoma de una crisis más profunda: el agotamiento del alma griega, que ya no puede sostener el pathos trágico y busca en la claridad racional una salida. Esta “serenidad socrática” es, en realidad, una máscara del miedo: un intento desesperado por dominar el caos vital mediante ideas.

La ilusión de progreso: crítica a la visión euripidea

Nietzsche lanza una acusación radical: Eurípides no comprendió la tragedia que pretendía corregir. Los "errores" que denuncia en Esquilo y Sófocles no son tales, sino proyecciones de su propia incomprensión. Desde su punto de vista lógico, le parecen defectos lo que eran signos de profundidad. La oscuridad, la ambigüedad, el exceso no son fallas: son la sustancia de lo trágico.

Lo que desaparece con Eurípides no es la forma dramática, sino una forma de mirar el mundo. En lugar de enfrentarse al abismo, lo rodea con explicaciones. La tragedia ya no se vive, se administra. Como dice Nietzsche, “lo que entonces se extinguía no era el arte, sino una forma particular de vida”⁴.

Este intento de corregir el arte desde la razón refleja una fantasía de control: pensar que el mundo es comprensible, que el sufrimiento puede justificarse a través del lenguaje, que la vida tiene un sentido transparente. Pero esa es, precisamente, la ilusión que la tragedia antigua desmantelaba.

El logocentrismo como traición al espíritu trágico

En la tragedia arcaica, no hay origen último ni desenlace cerrado. La acción no lleva a una moraleja, ni el destino se ajusta a normas éticas. La obra trágica refleja un mundo en constante devenir, donde el sentido es siempre parcial, y el fin no redime el sufrimiento.

El modelo racionalista introducido por Sócrates y encarnado por Eurípides exige lo contrario: claridad, causalidad, cierre. La estructura narrativa se convierte en un reflejo de la lógica discursiva: todo debe comenzar, desarrollarse y concluir de manera coherente. Pero Nietzsche recuerda que la vida no obedece a esa lógica. Lo real desborda toda forma, y el lenguaje no alcanza a capturar su intensidad.

“El arte dionisíaco desea lo eterno”, señala el filósofo. Suprimirlo en nombre de la razón es amputar la potencia afirmativa del arte. Como escribe en otro pasaje, “todo lo que nace digno de ser destruido debe serlo”⁵ (citando a Goethe)— y la tragedia, al mostrar esto, no necesita explicar nada.

Conclusión

Más que el fin de un género, Nietzsche describe el eclipse de una sensibilidad. La tragedia muere cuando el espíritu socrático exige explicaciones donde solo había intensidad, orden donde reinaba el caos, consuelo donde solo había abismo. El logos se impone al mito, y con ello se disuelve la posibilidad de una experiencia estética originaria.

Pero esta muerte no es definitiva. Nietzsche mismo sugiere, en Ecce Homo, que el arte puede resucitar cuando se reconcilia con sus raíces dionisíacas. No se trata de rechazar la razón, sino de restituir el misterio como dimensión fundamental de la existencia. Solo así el arte volverá a ser no adorno, sino verdad.

Notas

  1. Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, §1.
  2. Ibid., §12.
  3. Ibid., §13.
  4. Ibid., §17.
  5. Ibid., §16.
  6. Friedrich Nietzsche, Ecce homo, “El nacimiento de la tragedia”, §3.

Bibliografía

  • Nietzsche, Friedrich. El nacimiento de la tragedia. Traducción de Andrés Sánchez Pascual. Madrid: Alianza Editorial, 2000.
  • Nietzsche, Friedrich. Ecce homo: Cómo se llega a ser lo que se es. Traducción de Andrés Sánchez Pascual. Madrid: Alianza Editorial, 2003.
  • Goethe, Johann Wolfgang von. Fausto. Traducción de Manuel Machado. Madrid: Ediciones Cátedra, 2008.

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