Entre el Prólogo y el Deus ex Machina: Nietzsche y Derrida ante el cierre metafísico
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Nacimiento y muerte de la tragedia. AI art |
Introducción: Escenas de apertura y clausura
En El nacimiento de la tragedia, Nietzsche observa con agudeza que el prólogo de una obra es muchas veces lo último que se escribe. Lo formula explícitamente en su “Ensayo de autocrítica”, donde cuestiona si se trata de un comienzo o un epílogo añadido tardíamente, al margen de una lógica lineal del tiempo narrativo¹. Esta observación, aparentemente anecdótica, revela ya una sospecha filosófica de mayor calado: la inestabilidad del origen, la imposibilidad de ubicar un inicio absoluto del pensamiento o la obra. Jacques Derrida radicalizará esta intuición décadas más tarde, al mostrar que todo origen está ya mediado por el lenguaje y que ninguna clausura del sentido es definitiva. El presente artículo explora cómo el pensamiento de Nietzsche, particularmente en su concepción de la tragedia y en su crítica a Eurípides como poeta del racionalismo socrático, anticipa algunas de las estrategias deconstructivas derridianas que socavan los pilares de la metafísica occidental: el logocentrismo, la clausura del sentido y la autoridad del origen.
El prólogo y la ficción del comienzo
El gesto de Nietzsche al problematizar el lugar del prólogo no es solo literario, sino filosófico. “¿Debo llamarlo prólogo o epílogo?”, se pregunta respecto al texto que años más tarde anexa a El nacimiento de la tragedia, cuestionando así la linealidad temporal del discurso filosófico¹. Esta duda pone en crisis la noción de un punto de partida puro, autónomo y anterior al desarrollo del pensamiento.
En la tragedia griega, especialmente en la obra de Eurípides, el prólogo había asumido una función racionalizadora: guiar al público desde el inicio mediante una explicación clara de los personajes, el trasfondo del mito y el desarrollo esperado de la acción. Esta intervención ilustrada, que no existía en la tragedia arcaica, fue vista por Nietzsche como un síntoma de decadencia: el arte trágico ya no surgía del pathos dionisíaco ni de su estructura musical implícita, sino que era anticipado y ordenado desde una lógica discursiva. Escribe Nietzsche que Eurípides, al constatar la incomprensión del público, opta por subordinar el arte a una regla capital: “todo tiene que ser comprensible, para que todo pueda ser comprendido”⁵.
Derrida, en De la gramatología, retoma este problema bajo el nombre de archē —el origen que, según la metafísica clásica, garantiza la coherencia del sistema— para mostrar que ese supuesto punto fundacional está siempre ya diferido por el juego de los signos². El prólogo, que pretende presentarse como umbral inaugural, se revela como construcción retrospectiva, un montaje que organiza y legitima el discurso a posteriori. La deconstrucción opera precisamente desarmando esa ficción estructural: no hay prólogo que no sea ya interpretación, inserción en un texto anterior, reescritura desde una posición diferida. El origen se convierte así en un efecto de discurso más que en un dato de experiencia inmediata.
Deus ex machina y la clausura del sentido
Si el prólogo plantea el problema del origen, el deus ex machina representa su opuesto complementario: la clausura. En el teatro clásico, esta figura introduce una resolución sobrenatural que restablece el orden y pone fin al conflicto. El dispositivo escénico asegura un cierre, restituye la armonía, neutraliza el exceso trágico. Nietzsche critica esta estructura porque implica una negación de la potencia caótica de la tragedia dionisíaca. El deus impuesto desde fuera no resuelve el conflicto, sino que lo desactiva, lo convierte en fábula edificante: “la tragedia se salva por el arte”, afirma Nietzsche³, pero no por una intervención conciliadora, sino por su capacidad de afirmar la contradicción sin suprimirla.
En su crítica a Eurípides, Nietzsche identifica tanto el prólogo como el deus ex machina como formas de intervención racionalista. Uno organiza el pasado, el otro garantiza el futuro. Entre esa “mirada épica al pasado” y esa “mirada épica al futuro” —según la fórmula literal de Nietzsche—, lo que se pierde es el presente lírico-dramático, la experiencia viva del pathos.
Derrida identifica esta lógica de clausura como una operación característica de la metafísica occidental, a la que llama clôture⁴. La clausura no implica necesariamente un final definitivo, sino la ilusión de que el sistema puede cerrarse sobre sí mismo, que puede haber una última palabra, una verdad última que lo totalice. En este sentido, el deus ex machina dramatiza una voluntad de clausura que niega el carácter abierto y diferido del sentido. Frente a esta figura, la concepción nietzscheana de la tragedia y la escritura derridiana abren el texto a su propia inestabilidad constitutiva.
El logocentrismo y el socratismo trágico
Esta voluntad de clausura no se limita a la estructura dramática: reaparece como operación metafísica en la tradición filosófica occidental, cuyo origen puede rastrearse ya en la figura de Sócrates. La crítica nietzscheana a Sócrates como figura simbólica del racionalismo griego puede entenderse como una denuncia del logocentrismo antes de que Derrida acuñara el término⁵. Sócrates introduce una confianza ingenua en la razón como medida del ser, desplazando la sabiduría trágica por la claridad conceptual. En la lectura de Nietzsche, esta inversión marca el inicio de la decadencia cultural, donde el instinto, el arte y la apariencia son subordinados a la verdad lógica.
Eurípides, afirma Nietzsche en los Escritos preparatorios, es el primer dramaturgo que sigue una estética consciente, una poética reflexiva. Es el poeta del racionalismo socrático. “Todo tiene que ser consciente para ser bello”, dice su arte, del mismo modo que Sócrates proclama: “todo tiene que ser consciente para ser bueno”. Eurípides crea personajes que dicen todo lo que son, que se explican y justifican; lo hacen comprensible todo, incluso a sí mismos. Frente a la profundidad silenciosa de los personajes esquileos, que apenas balbucean lo que son, los héroes de Eurípides son disección, no enigma. En este sentido, la crítica nietzscheana no solo es estética: es también ontológica. Lo que se pierde con la racionalización del drama no es solo el pathos, sino la posibilidad misma del misterio como dimensión del ser.
Derrida retoma esta crítica desde otro ángulo: la metafísica occidental ha privilegiado sistemáticamente la presencia —la voz, la conciencia, el sentido pleno— frente a la escritura, lo diferido, lo suplementario⁶. Esta estructura jerárquica está inscrita incluso en teorías del lenguaje como las de Platón o Rousseau, donde la palabra hablada se considera más próxima al pensamiento y, por tanto, más “auténtica” que la escritura. Tanto en Nietzsche como en Derrida, se denuncia esta estructura valorativa, que convierte la diferencia en deficiencia y lo derivado en corrupción del original.
La voz de Sócrates, como modelo del logos transparente, es puesta en escena para mostrar los límites de esa confianza: en su insistencia en la razón, encubre su propia dimensión trágica, su enraizamiento en pasiones no reconocidas. Nietzsche ve en este gesto una forma de nihilismo activo que, bajo apariencia de claridad, enmascara la negación de la vida.
Ontoteología y escenas del juicio
Derrida emplea el término ontoteología para designar la estructura de pensamiento que une la pregunta por el ser (ontología) con la figura de un principio supremo (teología), configurando así una imagen cerrada del universo⁷. Esta estructura reaparece, por ejemplo, en el gesto del deus ex machina como encarnación dramática de un principio organizador. También el prólogo, cuando actúa como declaración de intenciones autoritativa, inscribe el texto en una economía ontoteológica: define, anticipa, orienta.
Nietzsche no habla de ontoteología, pero su crítica a los valores supremos y a la moral trascendente tiene un blanco común. En el plano estético, el arte trágico griego —antes de su “decadencia” socrática— se habría sustraído a esta lógica, afirmando el devenir, la contradicción y la multiplicidad sin buscar una instancia última que restablezca el sentido. La deconstrucción derridiana, al mostrar que no hay centro fijo ni presencia originaria, prolonga este gesto sin apelar a una metafísica alternativa. La deconstrucción no reemplaza el centro; muestra que este fue siempre una ficción necesaria.
Conclusión: Entre el epílogo y la reapertura
La escena teatral que Nietzsche describe —con su prólogo que es epílogo y su final garantizado por un dios mecánico— encierra ya una crítica a los mecanismos de la clausura metafísica. En ese diagnóstico resuena el gesto de Derrida: descentrar, diferir, abrir el texto al juego de la escritura sin principio ni fin. Ambos piensan desde los márgenes del sistema, allí donde el origen se revela como suplemento, y el cierre como ficción. Entre el programa del pasado y el del futuro —entre el prólogo y el deus ex machina— se pierde, como observa Nietzsche, la realidad presente del drama. Pensar, entonces, es permanecer en esa tensión irresuelta —donde la tragedia no encuentra redención y la escritura nunca empieza del todo.
Notas
- Friedrich Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, “Ensayo de autocrítica”, trad. A. Sánchez Pascual, Madrid: Alianza, 2003, p. 41.
- Jacques Derrida, De la gramatología, trad. Ángela Ackerman, México: Siglo XXI, 2000, p. 71.
- Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, p. 55.
- Jacques Derrida, “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”, en La escritura y la diferencia, trad. I. Murillo, Barcelona: Anthropos, 1989, p. 431.
- Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, §§13–15.
- Derrida, De la gramatología, pp. 25–29.
- Jacques Derrida, La différance, trad. J. Mora, en Márgenes de la filosofía, Madrid: Cátedra, 1994, pp. 51–56.
Bibliografía
- Derrida, Jacques. De la gramatología. Trad. Ángela Ackerman. México: Siglo XXI, 2000.
- Derrida, Jacques. La escritura y la diferencia. Trad. I. Murillo. Barcelona: Anthropos, 1989.
- Derrida, Jacques. Márgenes de la filosofía. Trad. J. Mora. Madrid: Cátedra, 1994.
- Nietzsche, Friedrich. El nacimiento de la tragedia. Trad. Andrés Sánchez Pascual. Madrid: Alianza Editorial, 2003.
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