El artista como impostor y creyente: Diderot, Nietzsche y el autoengaño estético

Dürer´s Nietzsche & Diderot. AI-art

Introducción

¿Qué ocurre cuando el artista ya no distingue entre lo que inventa y la realidad? Esta pregunta, que resuena desde la Antigüedad en reflexiones sobre el teatro y la mímesis, encuentra formulaciones agudas en el pensamiento de Denis Diderot, Friedrich Nietzsche y Samuel Taylor Coleridge. Diderot propone que el comediante ideal no es aquel que siente lo que representa, sino quien logra simular emociones con precisión técnica. Nietzsche, por el contrario, observa con preocupación cómo el artista moderno puede caer en la trampa de su propia ficción, adoptando sin ironía el rol de creador de verdades últimas. Coleridge, por su parte, introduce la noción de “suspensión voluntaria de la incredulidad”, aplicada originalmente al lector o espectador, pero que aquí será reconsiderada desde la perspectiva Nietzscheana.

Este artículo propone una lectura comparada de estas tres perspectivas, articulando un trayecto que va desde la técnica racional del fingimiento hasta el autoengaño estético. Lejos de ser una simple oposición entre frialdad y delirio, se trata de una tensión interna al propio acto creador: entre la conciencia de la ficción y la tentación de absolutizarla.

Diderot y la frialdad del buen actor

Denis Diderot, en La paradoja del comediante (escrita entre 1773 y 1777, publicada póstumamente en 1830), formula una tesis que contraviene las nociones románticas del arte como expresión directa de la emoción. Según Diderot, el mejor intérprete no es quien siente sinceramente las pasiones de su personaje, sino quien las reproduce con precisión, mediante un control riguroso de su expresión:

“Le grand comédien n’est pas sensible : il est froid. Et plus il est froid, plus il est maître de lui, plus il est en état d’observer, plus il est exact imitateur des effets de la nature.”¹

Para Diderot, la sensibilidad perturba la ejecución: impide la repetición, introduce azar, mina la estabilidad de la interpretación. El arte dramático, entonces, no nace del pathos vivido, sino de la distancia reflexiva. La paradoja está en que la emoción verdadera no conmueve tanto como su imitación bien lograda. En esta concepción, la actuación es una técnica de precisión más que una experiencia de autenticidad, y el actor ideal se asemeja al científico: metódico, desapasionado y analítico.

Nietzsche: el creador seducido por su propia ilusión

Friedrich Nietzsche retoma la cuestión del fingimiento artístico desde una perspectiva muy distinta. En lugar de defender el dominio racional del artista sobre su obra, advierte sobre los peligros del autoengaño estético. En Humano, demasiado humano (1878), señala cómo el ejercicio prolongado de la ficción puede volverse en contra del propio creador:

“Wer künstlerisch lügt, kommt zuletzt auch sich selbst gegenüber aus Übung der Unwahrhaftigkeit abhanden und glaubt zuletzt seine eigene Lüge.”²

Este riesgo —el de terminar creyendo en la ilusión que uno mismo ha creado— transforma al artista en un creyente de su propia mitología. Según Nietzsche, el aplauso del público y la recepción entusiasta pueden inducir al artista a ver su obra no como un artificio, sino como una verdad transcendental. En El caso Wagner (1888), Nietzsche se burla de esta actitud, denunciando la confusión entre profundidad estética y grandilocuencia vacía:

“Was liebt man an Wagner? Dass er sich für tief hält… und dass er tief erscheint. – Wer sich nicht zu helfen weiß, der ist für den Tiefen dankbar.”³

No se trata simplemente de una crítica estilística, sino ontológica: el artista que antes fingía con lucidez termina identificándose con la figura divina que representaba. Esta confusión entre símbolo y ser, entre máscara y rostro, configura para Nietzsche un drama moderno: la divinización del creador por efecto de su propia retórica.

Cabe matizar, sin embargo, que Nietzsche no niega el valor del arte como impulso vital o afirmación estética de la existencia. El problema no está en la creación de ficciones, sino en su absolutización. La lucidez trágica del artista radica, para Nietzsche, en saber que toda verdad es también invención.

Coleridge y la inversión de la incredulidad

Samuel Taylor Coleridge introduce en Biographia Literaria (1817) un concepto clave para la comprensión de la ficción: la “suspensión voluntaria de la incredulidad” (willing suspension of disbelief). Según Coleridge, el lector debe consentir, aunque sea temporalmente, en aceptar lo inverosímil para poder experimentar placer estético:

“That willing suspension of disbelief for the moment, which constitutes poetic faith.”⁴

Tradicionalmente, este principio se refiere a la recepción de la obra. Sin embargo, si lo trasladamos al proceso creativo, emerge una posibilidad inquietante: ¿y si el que suspende su incredulidad no es el público, sino el autor? En la lectura nietzscheana, esta inversión es precisamente lo que ocurre: el creador deja de ver su arte como artificio y lo experimenta como revelación. Lo que Coleridge proponía como complicidad estética entre lector y texto, se convierte así en un mecanismo de autoengaño que amenaza la integridad psíquica del artista.

Esta inversión revela un tránsito: de la suspensión voluntaria a la creencia involuntaria; del juego consciente al dogma estético.

El artista como Creator mundi

En este contexto, Nietzsche introduce con ironía la figura del Creator mundi, el creador del mundo, expresión de raigambre teológica que en su pluma adquiere un tono burlón. El artista, embriagado por el efecto de sus obras, acaba creyéndose demiurgo: fuente de sentido, portador de verdades últimas. Esta crítica se anticipa ya en El nacimiento de la tragedia (1872), donde Nietzsche describe al artista dionisíaco como un ser que se disuelve en la obra, hasta no poder distinguirse de ella:

“In jener dionysischen Ekstase, [...] wird der Künstler nicht mehr Künstler, sondern er ist Kunst geworden.”⁵

Sin embargo, esta disolución, que en un primer momento puede parecer una experiencia de comunión estética o transubjetividad, se vuelve peligrosa cuando se naturaliza. El artista ya no representa un dios: se cree uno. La mimesis se convierte en ontología; el fingimiento, en dogma.

Este es el punto límite del arte como experiencia de lo absoluto: cuando la creación, en lugar de ser juego o crítica, se transforma en un sistema cerrado de creencias, un sustituto simbólico de la religión.

Conclusión

Desde Diderot hasta Nietzsche, el arte aparece como un campo de tensiones entre fingimiento y fe, técnica y embriaguez, ironía y delirio. Mientras el primero sostiene la necesidad de una distancia emocional que garantice la eficacia expresiva, el segundo advierte sobre los peligros del autoencantamiento: cuando el artista deja de fingir y comienza a creer. Coleridge, cuya teoría sobre la suspensión de la incredulidad apunta al lector, ofrece sin saberlo un marco útil para comprender la inversión que denuncia Nietzsche: el autor como víctima de su propia capacidad de crear ilusiones.

Este recorrido no denuncia el arte, sino que alerta sobre una tentación inherente a él: la de confundir el símbolo con lo sagrado, la obra con el mundo. En esa confusión, el artista deja de ser fingidor para devenir creyente, y con ello, pierde también la lucidez crítica que define el gesto artístico en su forma más radical.

Notas

  1. Denis Diderot, Paradoxe sur le comédien (1830), ed. Jean Pommier, Paris: Flammarion, 1967, p. 45.
  2. Friedrich Nietzsche, Menschliches, Allzumenschliches. Ein Buch für freie Geister (1878), §59.
  3. Friedrich Nietzsche, Der Fall Wagner. Ein Musikanten-Problem (1888), §1.
  4. Samuel T. Coleridge, Biographia Literaria (1817), ch. XIV. Ed. J. Shawcross, Oxford: Clarendon Press, 1907.
  5. Friedrich Nietzsche, Die Geburt der Tragödie (1872), §5.


 

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